Qué lejano lo veía...
Pero llegó.
El 19 de enero (treinta y ocho más seis semanas) conocimos a nuestro bichejo.
A las 00.10 nos metimos en la cama. "¿Vemos una peli? No. Mejor vámonos a dormir, no vaya a ser que se nos complique la noche". Eso pensamos. Y, la verdad, es que bien podíamos habernos quedado viendo un capitulito de Friends, porque, a las 00.30, me despertó una contracción. Una de verdad. Una que nunca había tenido. Que me dolió y me hizo despertarme de un salto de la cama (y, a mí, hay pocas cosas en esta vida que me despierten).
Padre se despertó del susto, claro.
Y... ¡Sorpresa! Un líquido claro comenzó a resbalar por mis piernas y a inundar la habitación. Había roto la bolsa.
"De momento no duele. Esto va a estar chupado". Pienso yo. ¡JA! (pero esa parte la dejamos para luego).
Un momento para la emoción, los nervios, los abrazos de: "vamos a ser papás", una ducha rápida (con secado y planchado de pelo, claro. ¿Parir yo sin peinar? No. Antes muerta que sencilla) y... ¡a por ello!
Saliendo del garaje, repaso mental: "¿Lo tenemos todo?" Todo. Sus cosas, las mías, los papeles (que no se nos olvide la preanestesia, por Dios, necesitaré la epidural).
A mí me entra la locura, claro. "¿He desenchufado la plancha del pelo?". Al pobre padre le toca subir a comprobarlo. Pero, no pasa nada. Estoy loca, todos sabemos que está desenchufada en realidad, pero voy a parir, se me permite todo.
Y llegamos al hospital.
El monitor perfecto, pocas y leves contracciones. Dos centímetros de dilatación.
Aún no estoy de parto pero, ¡qué maravilla! Dos centímetros y esto a penas duele.
Evolución espontánea.
Subimos a la habitación hasta que me ponga de parto de verdad. "Aprovecharemos para dormir un poco", pensamos.
Ingenuos...
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